lunes, 13 de mayo de 2013


¡Yo sé quien fue Fulana de Tal!

Por: Susana Valdés Levy
 

  Leyendo las Memorias de Alfonso Reyes, capítulo VIII –Crónica de Monterrey,  encuentro en la página 496, un  párrafo donde cuenta que el entonces Arzobispo Jacinto López había autorizado como parroquia, una pobre iglesita unida al viejo edificio reformado que servía de hospital. Cuenta Alfonso Reyes que muy poca gente acudía a esa iglesia en un principio, pero después se fue haciendo famosa gracias a la prédica de un cierto cura naturista “Que dio en emplear para sus sermones ejemplos demasiado vivos, actuales y pintorescos”. También dice que este estilo del padrecito lo hizo muy popular, se hacían verdaderas aglomeraciones y finalmente “hubo que suspender al curita del ejercicio del púlpito”. Dice textualmente Alfonso Reyes: “Para hablar de la hermosura de la Virgen María, decía que era muy superior a la de doña Fulana de Tal, belleza reconocida.”

Pues sí, así es. Ese párroco existió y fue legendario. Cuando el padrecito quería que la gente entendiera cuán corrosivos eran los pecados, decía éstos le hacían al alma lo que la viruela a la piel: la llenaba de pústulas supurantes y malolientes que la carcomían poco a poco y siempre dejaban cicatriz. Por eso hay mucha gente con el alma cacariza. Dice también Don Alfonso Reyes que “cuando el padre quería que la gente dimensionara el poder de Dios, les decía que éste era más grande que el de los generales Reyes y Treviño, y para hablar de milagros, decía que  “el sabio doctor Gonzalitos era incapaz de resucitar a un muerto como lo había hecho el Nuestro Señor, etc.”  Bueno, sepan ustedes que esa “doña Fulana de Tal” a quien usaba el padre de referencia para que los feligreses pudieran comprender la magnitud de la belleza de la Virgen, era nada más y nada menos que Juana Llano, la hermana de mi tatarabuela Dolores Llano.

Juana Llano sorprendió a todos con su belleza desde que nació. Era blanca como la luna y tenía los ojos enormes color turquesa. Cuando creció, su rostro se enmarcó con una abundante melena color marrón. Si bien los cánones de la belleza varían de época en época, Juana era una de esas raras bellezas universales y atemporales. Pero así como su vida estaba estigmatizada por una hermosura ejemplar, también lo estuvo por la tragedia.

A los dieciséis años, cuando ella estaba en el patio de la casa jugando trepada en un árbol de duraznos, su padre la  llamó para que acudiera de inmediato a la sala donde iban a presentarle a quien sería su marido. Pedida y dada estaba Juana, sin saberlo, temerlo o merecerlo. Así llegó al altar una muchacha de belleza extraordinaria y de mirada triste.

El nombre del tipo con quien casaron a Juana nunca se volvió a mencionar en la familia y por ende, no lo mencionaré aquí. Solo puedo decir que era un energúmeno enloquecido por una pasión que se traducía en celos violentos. No soportaba que la gente mirara a Juana y la convirtió en prisionera obligándola a vivir encerrada.

Un día, a los pocos meses de casados, el hombre llegó a la casa después del trabajo y encontró a Juana sentada junto a la ventana mirando hacia la calle. El tipo se enfureció, cerró los postigos de un golpe, le brotaba adrenalina por las orejas, le salía lumbre por los ojos y sus puños se convirtieron en mazos, en tenazas, en látigos. Las caricias que nunca supo darle a su mujer por cuánto lo atemorizaba su belleza, se expresaron en una golpiza descomunal e inolvidable.

Esa noche Juana se escapó. Volvió a la casa de sus padres con la ropa manchada de sangre, la cara desfigurada por la hinchazón y con su hermosa cabellera marrón trasquilada. Nunca más volvió con el hombre que había sido, por unos meses, su marido y éste se fue de la ciudad.

Así es que Juana Llano era como una Diosa bella intocable e inaccesible. No era viuda, ni soltera y mucho menos divorciada. Se había casado con el diablo por la Ley de Dios y de los Hombres y se había escapado del infierno. Su única oportunidad de salir y convivir con algunas personas era cuando acudía a Misa, precisamente a la parroquia del padrecito pintoresco y alegórico, que la ponía de ejemplo y referencia para que la gente supiera cuán hermosa era la Virgen María. Por eso les digo: Yo sé quién era doña Fulana de Tal…era Juana Llano.

 

 

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