Por Susana Valdés Levy.
Yo no quería contar esta historia. Primero porque es
biográfica y totalmente real y no me siento muy orgullosa de que algo así me
haya sucedido. Pero bueno…hoy me animo a contarla:
Resulta que mi esposo tiene todo el tipo de gringo. Es alto,
güero, ojos verdes. Como es médico, y los doctores organizan congresos en
diferentes lugares, frecuentemente viajamos para asistir a estos eventos que
para mi marido son académicos y para mí son vacaciones.
Así fue que un día llegamos a Puerto Vallarta, Jalisco. Mi
esposo estuvo todo el día en sus conferencias y yo disfrutando del sol y del
mar, una piña colada, aceite de coco y música de marimba. Ya por la tarde,
cuando mi esposo terminó las actividades del congreso para ese día, nos
arreglamos para salir a dar un paseo por el
pintoresco pueblo. Mi marido se puso sus bermudas, una camiseta de
algodón, sus tenis blancos, lentes de sol y cachucha de los New York Yankees.
Yo me puse un vestido de manta que compré en la playa, unos huarachitos y un
collar artesanal de turquesas. Caminaríamos por ahí hasta encontrar algún
restaurante típico al aire libre para cenar.
Las banquetas son angostas así que mi esposo caminaba unos
pasos delante de mí. De pronto, una muchacha sale al paso con unos folletos en
la mano y aborda a mi marido creyendo que era americano: “Hey mister, mister…!
You wanna go on the boat?” le preguntaba la chica ofreciéndole un boleto para
baile y cena a bordo de un barco turístico que parece antiguo y navega por un
tramo de la Bahía de Banderas donde hacen show pirotécnico. Pero mi marido no
contestó nada haciéndose el desentendido y además yo interrumpí cuando le pedí
que me comprara una pulserita de plata que me había gustado y que vi en un
aparador.
Pronto la vendedora de boletos se dio cuenta de que yo venía
unos pasos atrás. Me vio y me dice: “Oye manita, ¿tu vienes con el gringo
verdad?, Convéncelo de que me compre unos boletos para subirse al barco hoy en
la noche y yo te paso a ti como si fueras su esposa”
-¡¿Cómo si fuera queeee?! ¡Casi me desmayo con las
conjeturas de esta chica! O sea, me vio chaparrita, no güera y más morena que
de costumbre gracias al sol de Vallarta, caminando dos pasos atrás de “el
gringo”, pidiéndole que me compre una pulserita y pa’ pronto creyó que yo era
una “aventura” del turista americano, viendo cómo le sacarle provecho a la
situación. ¡Me sentí muy ofendida! ¡Todo mi genotipo, fenotipo, y rasgos
ancestrales cayeron sobre mi! Me di cuenta de cómo el prejuicio de esta chica
(¡En mi país!) la hizo elaborar, en cuestión de segundos, una historia en la
que según ella, yo era una mexicana (“manita”) muy abusada, entreteniendo al
gringo a cambio de oportunidades tales como sería “el privilegio” de que me
pasaran de a gratis al barco turístico para gorrear un baile y una cena.
Entonces mi cerebro funcionó rápido y le conteste: “no
–manita- yo a este gringuito lo traigo bien muerto…me lo voy a llevar a cenar
al mejor restaurante de Puerto Vallarta y voy a pedir lo más caro…conmigo, de a
gratis ¡nada!
Mi marido no podía ni hablar de la risa que le dio ver y
escuchar toda aquella escena. Seguimos caminando y él se carcajeaba mientras yo
iba con la boca apretada de coraje. En eso me dice mi esposo: “Oye, manita,
manita…estabas bromeando con eso del restaurante más caro ¿verdad? ¡Jajaja!”
-Pues a mi no me pareció chistoso.
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