Por: Susana Valdés Levy.
Le contaba a mi
sobrino que mi escuela era un colegio laico, bilingüe, mixto y donde no
usábamos uniforme. En mis tiempos, el ciclo escolar iniciaba en septiembre y
con las clases iniciaban las lluvias. Me emocionaba mucho la víspera del primer
día de clases. Mamá preparaba la ropa y los zapatos que nos pondríamos. Casi
siempre estrenábamos algo mi hermano y yo porque nos habían llevado a “surtir
ropita” en agosto. Yo arreglaba mi mochila con todos mis útiles nuevos. Las
listas de útiles no eran tan ridículas como las de ahora. Un buen cuaderno, una
regla, un par de lápices y una pluma en su estuche, un sacapuntas, un borrador,
un botecito de pegamento y eso era todo. En ese tiempo, el primer día de clases
era una sorpresa de principio a fin y eso lo hacía mucho más interesante. No
sabíamos quién iba a ser la maestra, ni en qué salón nos iba a tocar, tampoco
con qué compañeros compartiríamos el salón. Los libros de texto en inglés nos
los rentaban y el costo se incluía en la colegiatura. Nos los entregaban durante
la primera semana de clases, los forraba mamá en casa con plástico transparente
y luego los regresábamos al final del año. ¡Todo era emoción y novedad!
Los salones de clase, en especial los de los primeros años
escolares, son una pequeña comunidad. Están los conocidos y los nuevos, el que
se hace pipí, la que llora todo el día y quiere a su mamá, el que vomita el
desayuno, el peleonero, la simpática, la que va a ser la mejor amiga desde ese
día y la que nunca va a serlo, el que se enamora de la maestra y el que se
duerme. Lo mejor de todo es que a pesar de nuestras diferencias, el director de
la escuela, Mr. Arpee, nos recibía todas las mañanas en el portón, se sabía el
nombre de cada uno aunque a todos nos decía “Chaparrous” y el colegio aquel
funcionaba como una gran familia. Como buen americano, no le gustaba la
impuntualidad o la indisciplina, mucho menos las faltas de respeto a nuestros
maestros o entre nosotros mismos. No hacía diferencias entre nosotros y todo
funcionaba muy bien así.
Mis momentos sentimentales llegaban solamente cuando por
motivo de la lluvia o el frío, teníamos que quedarnos en el salón en lugar de
ir al patio durante el recreo. El cielo se oscurecía, a veces había truenos y
relámpagos y la maestra nos decía que tomáramos el lonche sentados en orden en
nuestro pupitre. Yo tenía una lonchera
roja de hojalata. En ella, mamá me ponía dos taquitos en tortilla de harina de
huevo con chorizo envueltos en papel de aluminio para que llegaran calientitos
al recreo; un plátano o una manzana pequeña y un pequeño termos que hacia juego
con la lonchera donde me ponía Cool-aid de fresa o de uva.
Abrir la lonchera impregnada con el aroma de aquellos taquitos de chorizo
era como un “viaje astral” hasta la cocina de la casa. Me conectaba a mis papás,
a mi querencia, al calor de hogar. Se me
hacía un nudo en la garganta con cada mordidita y se me humedecían los ojos
como queriendo llorar de pura nostalgia casera. Las tortillas de harina estaban “pintaditas”
de colorado con el chorizo, tibias y suavecitas, el plátano maduro me sabía a
gloria y la bebida de uva era apenas suficiente para empujar el lonche.
Después, sonaba la campana y volvíamos a las actividades de clase.
Creo que gracias a esas maravillosas experiencias escolares
logradas por Mr. Arpee, mis maestros, mis papás y mis compañeros, es que
todavía me gusta mucho estudiar, leer, escribir, seguir aprendiendo. Una buena
experiencia hace toda la diferencia.
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