Por: Susana Valdés Levy.
Macario pasaba todas las tardes por mi casa. Llevaba al hombro lo que sería la base de una mesita plegadiza de madera que se abría como tijera y un sombrero de paja sobre el cual equilibraba la charola con todos los dulces muy bien acomodados.
Lo recuerdo muy delgado, moreno, curtido por el sol. Usaba bigote y siempre se vestía con un pantalón gris, camisa clara de botones con las mangas enrolladas hasta los codos y huaraches con suela de llanta.
Cuando lo veíamos venir por la calle de Río Bravo, todos los niños y niñas de la cuadra corríamos a alcanzarlo. Ninguno de nosotros tenía más de cinco pesos en su haber y eso era ya mucho decir.
Entonces Macario se descolgaba del hombro las patas de la mesita y la colocaba en la calle, lentamente bajaba la charola de dulces de su cabeza y nos presentaba aquellas delicias: muéganos, charamuscas, obleas, cocada, cacahuates garapiñados, cocada de tres colores (rosa, blanca y verde), dulces de cajeta y nuez, Dulce de amaranto, ajonjolí y piñones, hostias de colores y dulce de arroz inflado.
Con cinco pesos alcanzaba para comprar bastante. Macario era un buen hombre y cuando uno de nosotros no traía dinero, nos fiaba. Todos disfrutábamos mucho de esos deliciosos dulces mexicanos rústicos y multicolores que nada le pedían a los chocolates de McAllen con sus saborizantes artificiales.
Luego de la venta, el dulcero echaba las monedas en un morralito, volvía a colocar la charola sobre su cabeza, las patas de la mesa en su hombro y seguía su camino. Así era todos los días, como a eso de las cinco de la tarde, año tras año, hasta que nuestra infancia quedó atrás junto con nuestras bicicletas, los guantes de beisbol, los tenis Converse, los pantalones de mezclilla "brinca-charcos", o los que mamá nos había cortado de piquitos en zig-zag a nivel de la rodilla y las camisetas de algodón.
No podría asegurar con certeza si fue que un buen día nosotros ya no salimos a encontrarlo en su trayecto o si simplemente Macario dejó de pasar por el barrio por alguna otra razón. Solo sé que aquel feliz capitulo de la infancia, con su dulce rutina, se cerró y con él uno de nuestros personajes más conocidos y cotidianos. No sé que fue de Macario pero, contando los años supongo que ya habrá fallecido.
Ahora, tanto tiempo después, cuando ya ni nosotros ni el barrio somos los mismos, cada vez que tengo oportunidad de comer un muégano, una charamusca o una cocada, vuelven a mí muchos recuerdos e imágenes memorables de aquella época. Por supuesto recuerdo antes que nada al buen dulcero Macario, con su piel morena curtida por el sol y el tintineo de mis moneditas de a peso, tostón y veinte sonando alegremente en el bolsillo de mi pantalón mientras corría para alcanzarlo como si fuera el último día para comprarle un dulce... como alguna vez lo fue.
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