Por: Susana Valdés Levy.
Tras una larga, muy larga y oscura noche que había durado años llena de sueños rotos y pesadillas, Rosario despertó sabiéndose viuda. Había en su corazón una mezcla de duelo y paz. Se levantó lentamente y e...
entró al cuarto de baño donde aun estaban algunas cosas y afeites de Juan su marido hasta ese día. Rosario se arregló de acuerdo a la ocasión: un sobrio vestido negro y un velo del mismo color. Llevaba medias y zapatos negros también. Todo era silencio.
Buscó en el cajón de su escritorio unas actas y se dispuso a salir. Era tiempo de ver a Juan por última vez. Ver a Juan le hizo sentir un nudo en el estómago. Ahí estaba él, igual. Era el mismo “cascarón” vistiendo el mejor traje, una impecable camisa blanca y la más fina corbata. Se veía muy tranquilo y sin expresión alguna. Frío como el que más. Pero ciertamente, ya no era aquel Juan que ella había conocido….ese ya no estaba ahí.
Los recuerdos se agolparon en la memoria de Rosario. Especialmente los de aquel día cuando hizo sus votos matrimoniales. “Hasta que la muerte nos separe” había dicho ella solemnemente ante el altar aquel día de hace veinte años. –“El sacramento matrimonial es religioso y por ende ha de ser espiritual, Cristo seguramente, hablaba en términos de sublime espiritualidad…Me pregunto ¿A qué clase de “muerte” se refiere ese voto de casamiento?” Se preguntaba Rosario.
“¿Dónde hay que firmar? Démosle celeridad a éste trámite abogado” Espetó Juan con voz de hielo. En efecto, Juan no estaba biológicamente muerto. No era esa clase de muerte la que los había separado, sino la muerte del amor. Un amor que tuvo un deceso lento y doloroso, una larga agonía hasta que dejó de palpitar. Era por la defunción de aquel otrora gran sentimiento, que Rosario estaba de luto, por eso se sentía viuda.
Rosario firmó el acta sin inconveniente. Aquel hombre que estaba frente a ella no era su Juan y ella tampoco era la misma, aunque mucho se parecían físicamente a los que habían sido. Ellos ya no eran los que alguna vez se encontraron: sus almas ya no estaban en comunión y difícilmente se reconocían en sus miradas.
Rosario suspiró, se marchó dignamente y sabiéndose viuda en sentimiento murmuró: “Llegó el día en que la muerte (del amor) nos separó”.
Buscó en el cajón de su escritorio unas actas y se dispuso a salir. Era tiempo de ver a Juan por última vez. Ver a Juan le hizo sentir un nudo en el estómago. Ahí estaba él, igual. Era el mismo “cascarón” vistiendo el mejor traje, una impecable camisa blanca y la más fina corbata. Se veía muy tranquilo y sin expresión alguna. Frío como el que más. Pero ciertamente, ya no era aquel Juan que ella había conocido….ese ya no estaba ahí.
Los recuerdos se agolparon en la memoria de Rosario. Especialmente los de aquel día cuando hizo sus votos matrimoniales. “Hasta que la muerte nos separe” había dicho ella solemnemente ante el altar aquel día de hace veinte años. –“El sacramento matrimonial es religioso y por ende ha de ser espiritual, Cristo seguramente, hablaba en términos de sublime espiritualidad…Me pregunto ¿A qué clase de “muerte” se refiere ese voto de casamiento?” Se preguntaba Rosario.
“¿Dónde hay que firmar? Démosle celeridad a éste trámite abogado” Espetó Juan con voz de hielo. En efecto, Juan no estaba biológicamente muerto. No era esa clase de muerte la que los había separado, sino la muerte del amor. Un amor que tuvo un deceso lento y doloroso, una larga agonía hasta que dejó de palpitar. Era por la defunción de aquel otrora gran sentimiento, que Rosario estaba de luto, por eso se sentía viuda.
Rosario firmó el acta sin inconveniente. Aquel hombre que estaba frente a ella no era su Juan y ella tampoco era la misma, aunque mucho se parecían físicamente a los que habían sido. Ellos ya no eran los que alguna vez se encontraron: sus almas ya no estaban en comunión y difícilmente se reconocían en sus miradas.
Rosario suspiró, se marchó dignamente y sabiéndose viuda en sentimiento murmuró: “Llegó el día en que la muerte (del amor) nos separó”.
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