miércoles, 10 de julio de 2013

La Tristeza de Ida no tuvo vuelta.


 Por Susana Valdés Levy.
No salieron de Alemania huyendo de la guerra o del Holocausto. Salieron mucho antes, casi 40 años antes de la Segunda Guerra Mundial buscando nuevas oportunidades. Gustavo Levy e Ida Meyer no se conocían pero el destino tenía un plan para ellos. Un día, mientras Gustavo, recién llegado a la ciudad de Monterrey estaba sentado solo en la cafetería de un hotel, escuchó que una pareja que estaba en la mesa contigua conversaba en alemán. No pudo evitar acercarse y pedirles que le permitieran acompañarles. No era algo común encontrarse con gente que hablara su idioma en un país tan lejano al suyo y la verdad es que Gustavo se sentía muy solo.
Por un buen rato, Gustavo pensó que la pareja era un matrimonio, primero se enteró que venían de Alemania y luego, ya con el avance de la conversación supo que eran hermano y hermana. Que eran judíos al igual que él, venían de Nueva York y que estaban de paso por la ciudad en su trayecto a la ciudad de México. Intercambiaron direcciones y quedaron en escribirse. Los hermanos Meyer continuaron su viaje y las cartas iban y venían entre Gustavo e Ida sin más sentimiento que una incipiente amistad lograda en un único encuentro.
Meses después Ida escribe pidiendo ayuda para viajar de regreso a Nueva York, donde tenía algunos familiares. Se había quedado sola en México pues su hermano había enfermado de neumonía y había fallecido. Gustavo era joven y soltero al igual que Ida. Como la oportunidad no llega dos veces, Gustavo respondió a la carta con una propuesta de matrimonio: “Los dos somos alemanes, hablamos el mismo idioma, los dos somos jóvenes, somos judíos y los dos estamos solos. No vamos a encontrar mucha gente con estas características aquí. Hagamos nuestra propia familia. Casémonos. Envío dinero para tu viaje a Monterrey.”
Se casaron y tuvieron varios hijos, entre ellos mi abuelo Daniel. La bisabuela Ida nunca pudo adaptarse a México, no quiso jamás aprender español y posteriormente, la muerte de su única hija mujer Elena, quien falleció a los 8 años de edad a consecuencia de la diabetes mellitus, le destrozó el alma cargándola con una tristeza indescriptible e insuperable.
Cuentan que el bisabuelo y sus hijos varones trabajaban de sol a sol, tratando de formar un patrimonio con mucho esfuerzo. Llegaban cansados y hambrientos ya entrada la noche a su casa después de una exhaustiva jornada de trabajo y encontraban la casa vacía. Ida no estaba, como no había estado la noche anterior, ni la anterior a esa. Ya sabían dónde buscarla. Ida se había ido (¡Qué bien le quedaba el nombre!). Se había ido a donde iba cada noche cuando la tristeza la abrazaba.
Cada noche iban a buscarla al mismo lugar y la encontraban, en la oscuridad más absoluta en medio del cementerio, sentada junto a la sepultura de la pequeña Elenita. Entre sollozos, Ida le cantaba canciones en alemán mientras acariciaba la fría loza de la tumba de su hijita. Gustavo y los hijos la arropaban con una frazada y la llevaban de vuelta a la casa sin pronunciar palabra. Así fue siempre…así fue que la tristeza de Ida había llegado para quedarse.

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