miércoles, 10 de julio de 2013

El “Niño Dios” que no podía entrar a Misa.


 Por: Susana Valdés Levy
Afortunadamente la iglesia Católica ha cambiado mucho en cuanto a la tolerancia y aceptación de la diversidad religiosa. Gran parte de esto se le debe a la visión humanista... de Juan pablo II, quien por cierto, fue el primer Papa no italiano en siglos y también el primero en visitar personalmente una sinagoga. Esto tiene qué ver mucho con su historia personal pues en su natal Polonia, Karol Jozef Wojtyla tuvo como mejor amigo a un niño judío de nombre Jerzy Kluger.
Pero antes no era así. Lo que les voy a contar no tiene rencores ni resentimientos. Yo no quiero atacar a la iglesia, más bien deseo reconocer sus avances. Esto es solo una anécdota: Por muchos años, la iglesia católica promovió y patrocinó el antisemitismo. Yo vengo de una familia ecuménica, desde mucho antes de que se hablara de ecumenismo, yo ya sabía lo que eso era. En mi familia hay libres pensadores, presbiterianos, católicos, judíos y ahora uno que otro iPodista- twitteriano y otras cuantas Candy-crushistas de la Saga Perpetua muy devotas que frecuentemente me envían invitaciones por Facebook para tratar de convertirme.
Mi abuelo Daniel nació en Monterrey hijo de padres inmigrantes judíos alemanes. Cuando no había muchas familias judías en Monterrey. Todos sabemos que nuestra ciudad fue fundada por sefarditas, muchos de ellos conversos porque la (non) sancta Inquisición no era muy amable que digamos.
Mi abuelo Daniel era un niño judío hasta las cachas. Por su origen alemán, era muy blanco y rubio, de cabello rizado y ojos celestes. Era un bebé muy hermoso. Pues bien, a pesar de los prejuicios y el antisemitismo de la época, las señoras y señoritas católicas que organizaban las pastorelas ya cerca de la Navidad, llegaban con mi bisabuela Ida y le pedían muy amablemente que les prestara a Danielito, bebé de meses, para que fuera el “Niño Dios” en la escena del Pesebre. Mi bisabuela no hablaba español pero algo entendía (creo) y finalmente accedía a prestar a su hijo, al niño judío, para que representara a Jesús. Lo envolvían en un manto de percal blanco y lo acostaban sobre la paja del pesebre.
Pasaron los años y Daniel creció para convertirse en un muchacho trabajador, apuesto y atlético que jugaba basquetbol con los multicampeones Diablos Rojos del Círculo Mercantil Mutualista de Monterrey y trabajaba en el negocio ferretero que había iniciado su padre. Se enamoró de mi abuela que era una muchacha católica del barrio de La Purísima y que solía ir a misa los domingos como era la costumbre.
Curiosa cosa que los curas de la iglesia no dejaban a Daniel entrar a misa, y aunque lo apreciaban –porque le conocían- se excusaban diciéndole: “Daniel, te pido que esperes a María aquí afuera, en una banca de la plaza hasta que salga de misa. Tú sabes que no podemos permitir la entrada a la iglesia a un judío. No lo tomes personal, así son las reglas.” Nadie se acordaba ya de que ese judío al que no le permitían entrar al templo, les había servido de “Niño Dios” cuando era un bebé.
Y aun que tenemos todavía mucho camino por andar, bendito Dios que todo aquello ha cambiado, que han habido líderes como Juan Pablo II que iluminaron al mundo y han enseñado que las religiones y el Nombre de Dios no son para excluir ni para rechazar a nuestros hermanos, sino para abrazarnos en una unión fraternal universal.

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