Por: Susana Valdés Levy
Oscar había terminado la carrera de Odontología en la Ciudad de México en los años 50’s y
había decidido continuar estudiando para especializarse como cirujano
maxilofacial. En aquel tiempo se podían hacer cosas, que ahora ya no se hacen
más, en aras de enriquecer el
aprendizaje.
Como el dinero no le sobraba, más bien le faltaba, Oscar rentaba y compartía los gastos de un
departamento con un amigo de nombre Alberto que trabajaba en la morgue de la
ciudad. Normalmente, Oscar se movía a todas partes en camión urbano y así iba y
venía a diario, sin más pretensión que terminar su especialidad y regresar a
Monterrey para poner su consultorio dental.
En una ocasión, tuvo necesidad de hacer un minucioso estudio
anatómico para lo cual tenía que hacer una disección de cadáver. Era sábado por
la mañana y el reporte debía entregarlo el siguiente miércoles. Tenía el tiempo
encima y se sentía muy angustiado. Alberto le dijo: -“¿Sabes?, ahí en la morgue
hay muchos N.N., cuerpos que nadie ha reclamado. Los tenemos en un refrigerador
pero al cabo de un tiempo, los despachamos a la fosa común. ¿Por qué no vas y
te doy la cabeza de uno de esos cuerpos? Es fácil. Puedes traerte la cabeza al
departamento y hacer tu trabajo aquí. Casi no hay empleados en el depósito de
cadáveres los domingos. Los muertos nuevos nos llegan el lunes temprano, a
nadie le importa.”
Oscar era escrupuloso, pero la oferta era muy tentadora y además la única
forma en que podía terminar su tarea a tiempo. Estuvo de acuerdo y al día
siguiente se fue en camión hasta a la morgue que quedaba muy lejos. Alberto ya
estaba esperándolo ahí con la cabeza del cadáver en una charola de aluminio.
Oscar se puso unos guantes y la echo en una doble bolsa de papel estraza.
Enrolló la parte superior de la bolsa para cerrarla y tomó el camión de regreso
al departamento para ponerse manos a la obra cuanto antes.
El autobús iba lleno y no había lugar para sentarse en el
camión y tuvo que irse parado todo el camino. Con una mano se sostenía del tubo
y con la otra el bulto que pesaba unos 5 kilos. Oscar se sentía incómodo y
pensaba:. ¿Cómo era que Alberto había decapitado a un cadáver nomás así de
fácil para darle la cabeza que ahora él llevaba en una bolsita? ¿Quién sería en
vida esta persona? ¿Por qué nadie lo había reclamado? ¡¿Qué habría hecho esa
persona que al morir a nadie le importó?! ¿Acaso no tuvo familia, amigos o por
lo menos algún conocido que notara su ausencia y que hubiera querido darle
cristiana sepultura? Eso iba pensando Oscar
cuando un percance lo sacó de sus cavilaciones.
Como sucede casi siempre, el camión chocó levemente con otro
que iba adelante y todos los pasajeros se zangolotearon. Oscar perdió el
equilibrio y soltó el bulto para sostenerse. La cabeza del muerto salió de la
bolsa y rodó como bola de boliche por el pasillo central del camión entre los
pies de la gente. Los alaridos de horror no se hicieron esperar. La gente se
salía despavorida por las ventanas. Le llamaron a un gendarme que estaba en la
esquina. Cuando el policía subió al camión, ya solo están ahí Oscar, a quien se
llevaron detenido y la cabeza del muerto que era la “evidencia”.
Hechas las explicaciones pertinentes en la delegación y todo
aclarado, Oscar se pudo ir a casa y hasta le devolvieron la cabeza. Los
policías, que tienen su peculiar sentido del humor, le decían entre risas:
“Ándese pa’ su casa amigo, y cuídese de no andar perdiendo la cabeza, la
próxima nos la quedamos aquí, pa’ la barbacoa del domingo! ¡Esta vez se la
puede llevar nomás porque no hay tortillas!”